A Daniela Camino, comunicadora interespecie.
De pequeña no conviví con animales, salvo el perro que vivía en casa de mi abuela. En la adolescencia, una gatita de la casa de enfrente prefería pasar tiempo con mi madre y conmigo que con sus adoptantes originales. Fue hasta los 17 años que viví en una casa con perros y a los 22, ya en mi propio hogar, adopté mi primer gato.
Podría decir que no han pasado muchos animales por mi vida, pero en los últimos diez años ellos han sido mis compañeros permanentes. Quienes tenemos perros o gatos en casa sabemos qué clase de interacción se desarrolla inter e intraespecie, pero mucha gente jamás ha convivido cercanamente con uno y creo que se ha perdido de algo muy importante.
Los motivos para no adoptar un animal de compañía pueden ser muy válidos: falta de espacio, de tiempo, de disponibilidad para cuidarlo, de recursos, alergias, etc. No todos hemos de vivir con un animal, estoy de acuerdo, pero me llamó la atención escuchar a alguien que ante la pregunta de si tenía animales de compañía, respondió: “No, odio a los perros”. No es una persona que les haría daño, pero su comentario me hizo pensar en qué es lo que realmente odia y asocia con los perros.
Podemos tener preferencia por los felinos sobre los caninos, o viceversa, pero convivir con un animal no humano es una oportunidad para aprender mucho sobre nosotros mismos.
Mientras escribo este texto, mi gato descansa en mi regazo y de vez en cuando voltea a verme con sus enormes ojos verde agua.
Los animales son maestros, guías, espejos, compañeros, guardianes, recordatorios, mensajeros y/o aliados. Su llegada a nuestra vida no es tan casual como creemos y podemos intercambiar con ellos formas de vivir, de estar en la vida.
Me habría gustado tener un perro o un gato siendo niña. Quizá hubiera hecho mi infancia menos solitaria. Veo a los niños que conviven con animales y sin duda su manera de relacionarse con el entorno es diferente a la de los que no lo hacen. Aprender desde pequeño a cuidar y querer a un animal nos da sentido de responsabilidad y empatía. La manera en que nos aproximamos a un animal dice mucho de cómo contactamos también con las personas.
Contactar con otras especies es una forma de percibir el mundo.
En lo personal he aprendido de los perros -lo cual no implica que siempre logre ponerlo en práctica- la lealtad incondicional, su capacidad de disfrutar las cosas simples, la importancia de la presencia amorosa, del abrazo. Los gatos me muestran la habilidad de estar en el “aquí y el ahora”, el gusto por el juego, la curiosidad perpetua, el acompañamiento discreto pero constante, el valor de la belleza y la libertad, el poder sanador del tacto.
Aún nos cuesta reconocer en los animales de compañía a un miembro más de la familia, con las responsabilidades y alegrías que ello implica. Nos dejamos seducir por las razas de moda a la hora de elegir un compañero, e ignoramos muchas de sus necesidades y preferencias, más allá de comer, beber y dormir. En ocasiones caemos en el extremo de tratarlos como niños humanos, negando su animalidad y usándolos como satisfactores de nuestras propias carencias.
Pero los individuos estamos aprendiendo que vivir con un animal no humano, no es un símbolo de estatus, ni un estereotipo, sino una decisión de amor y compromiso, un deseo tal vez inconsciente de relacionarnos con lo otro, con partes de nosotros que ignoramos o habíamos olvidado, y que este camino es una oportunidad de devenir más sensibles, de estar más en el presente, sin anticipar, sin angustiarnos por el futuro, disfrutando este preciso instante, porque finalmente es lo único real.
Invito a quienes tienen pensado en compartir su vida con un perro o un gato, adopten, rescaten y se permitan este encuentro entre animales, ambos con plena capacidad de sentir y merecedores de derechos.